Uno percibe el camino de la infancia a la madurez, desde la subjetividad, como un cambio desde lo inmediato a lo mediato. Cuando uno es niño, alegremente irresponsable, no piensa gran cosa en las consecuencias de sus actos, y disfruta de todas las circunstancias como si no hubiera otra realidad que la que en ese instante y lugar vividos se presentara.
Conforme avanza la ontogénesis y la socialización, el ser humano va asumiendo gradualmente responsabilidades que le alejan progresivamente de ese idílico ensueño en el que flotaba, y se ve obligado a organizarse, a jerarquizar, a tomar las riendas de la indómita existencia, que hay que domeñar cada jornada para que llegue dócilmente a un suave crepúsculo.
Los inventores de mitos nos acribillan con sus creaciones, que, pese a lo variado y florido, tienen un sencillo denominador común:
Lo inmediato prevalece sobre lo mediato. La abundancia y la irresponsabilidad son la esencia de todo Edén, de toda Edad de Oro o todo paraíso de mil años en la tierra. No trabajar, o hacerlo gustosos, tomar el fruto maduro de árbol en medio de una naturaleza virgen no corrompida por la civilización.
Ese necio idealismo subyace a muchas ideas políticas actuales. Es la misma farsa, el mismo engaño, pero ahora se disfraza de otra manera.
Se idealiza al niño porque se idealiza el ocio juguetón, y esto se hace porque la alabanza al mismo implica la censura a su reverso, tan fundamental como denostado, el serio negocio.
Pero entre adultos no deberían jugarse estos juegos. Todo lo que tenemos lo mantenemos con nuestro esfuerzo, como Atlas el Universo, todo lo que dejamos de subir cae, como la piedra de Sísifo.
Solo unos pocos pueden seguir siendo niños, y entregarse a lo inmediato, en este mundo rebelde que solo es nuestro porque lo conquistamos con nuestro esfuerzo.
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