Dios pidió a Abraham que sacrificase a su hijo como prueba de su devoción por él. Cuando Abraham se disponía a cumplir tan cruel petición, con la mano temblorosa, un ángel le detuvo, diciéndole: “No le hagas daño al muchacho, porque ya se que tienes temor de Dios...”.
Le bastaron pues a Abraham el temor y la sumisión para salvar a su hijo.
Guzmán el Bueno o el Coronel Moscardó tuvieron, en cambio, que afrontar la muerte de sus respectivos hijos para salvar sus plazas.
Tras ponerles en semejante tesitura los designios de un demiurgo cruel, no vino ningún Dios misericordioso a apiadarse de ellos.
Les asediaban hombres despiadados, y la sumisión y el temor hubieran supuesto la esclavitud o la muerte.
Con fanática obsesión asedian a Occidente los totalitarios de Alá. Y asesinan indiscriminadamente a todo el que participe de esta abstracta realidad.
Los gobernantes, los patricios de hoy, los padres de la patria, desempeñan el papel de los defensores de la plaza, y de su fortaleza y determinación en la defensa de la misma depende la supervivencia de esta, y de los que están dentro de ella. No pueden flaquear frente a la muerte de sus simbólicos hijos en cruentos holocaustos a Alá.
El carácter simbólico de su paternidad nos hace temer que pueda considerar a los gobernados, desde la altura minimizadora que observa grandes números, tendencias, grupos, corrientes de opinión, niveles de renta...etc etc, como abstracciones intercambiables y no como personas con derechos legítimos y merecedoras de libertad.
Existe en efecto el riesgo de que el gobernante tenga a los ciudadanos por números, por abstractas entidades, como piezas de ajedrez de sus estrategias militares, sociales o económicas.
En el siglo XX alcanzó su apogeo el poder político desnudo, desprovisto de toda cortapisa. Y entre fascismos y comunismos por poco acaban con la humanidad de perversa ingenuidad que los creó.
Pero en los años 90, tras el renacimiento liberal, impulsado políticamente por Reagan y Thatcher, algunos se atrevían a pronosticar “el fin de la historia”.
No era tal, desde luego, pero al menos se ha llegado a una situación en la cual el poder político está en alto grado contenido, la opinión es mucho más crítica con él, y la estructura misma de las sociedades capitalistas invita a una cada vez mayor descentralización y debilitamiento del poder.
Por ello los padres de la patria ya no son tan padres, y su poder no puede compararse al de Yahvé sobre Abraham, si Abraham fuera el pueblo.
Sin embargo la sospecha sigue recayendo sobre los representantes de la ciudadanía cuando deciden emprender guerras en lugares lejanos.
Solo a través de la psicología intuitiva podemos intentar conocer el grado de compromiso de un dirigente con la causa que dice defender. Esta psicología se basa en nuestra observación de su comportamiento público pasado y en la congruencia con sus valores que en él percibamos.
Y, salvo algunos casos excepcionales, las trayectorias vitales y políticas suelen ser erráticas e incluso sutilmente contradictorias.
Debemos pues tener fe en ellos, humanos y frágiles, dado que ellos no pueden darnos prueba de su propia fe a través del sacrificio del hijo.
Y aunque pudieran siempre habrá muchos que discrepen en los valores defendidos. Pensarán, estos, que su heroicidad es vana pues vanos son sus ideales.
En nuestras sociedades la opinión política se suele formar a partir de consideraciones que no van, ni en racionalidad ni en comprensión de los hechos, más allá del ámbito cerrado de la familia y amistades, o, todo lo más, del patio de vecinos. La gente extrapola a la sociedad lo que no son más que valoraciones propias del trato interpersonal cotidiano.
Una visión amplia como la de Aznar es rechazada frontalmente frente a otras más simples y que parecen más familiares y cercanas.
El primer rechazo viene de algo muy propio de las relaciones interpersonales, tristemente. Hablo de la antipatía que despierta el personaje en la gente. Esto obviamente carece de fundamento racional. Es un sentir. Aznar es un hombre serio que cae mal simplemente por serlo. No importa que sea honrado, no importa que tenga fe en sus valores ni que esos valores sean los que necesitamos en Occidente. Tampoco importa que esta seriedad sea signo inequívoco de su coherencia personal y política. Esto último desagrada al espíritu contradictorio de la mayoría, y despierta su envidia y su recelo.
Nuestra recién ganada libertad (que en cualquier momento podemos perder, ofrendándola en el altar de cualquier becerro de oro, léase ZP), nos ha hecho paradójicamente más individualistas en lo que debiéramos ser colectivistas y más colectivistas en lo que debiéramos ser individualistas. Esto se explica por la visión de patio de vecinos mentada antes, visión claramente de cortas miras e, ineludiblemente, de corto plazo.
Pues cortoplacista es la apuesta colectivista por el Estado Benefactor, que lleva los costes a nuestros hijos (y a nosotros un poco más mayores, también).
Y cortoplacista es no apostar por una defensa enérgica y sacrificada de nuestra civilización y los valores que la hacen posible frente a los ataques de los que quieren destruirla para instaurar totalitarismos empobrecedores. Este colectivismo defensivo, el único necesario y de benéficos resultados a la larga, repugna a nuestro particular individualismo, puesto que implica sacrificios presentes en seguridad y tranquilidad para impedir la esclavitud y la muerte futuras.
Las izquierdas han aprovechado en toda ocasión esta miopía del pueblo. Siempre han ofrecido ventajas presentes a costa de sacrificios futuros. Y lo han hecho hasta que los sacrificios futuros se tornaban presentes, momento en el cual han podido culpar al capital o a la derecha.
Resulta curioso como, por ejemplo, el fin del liberalismo decimonónico vino por los ciclos económicos causados por un excesivo intervensionismo estatal en la política monetaria. Políticas de izquierda provocaron la crisis del 29, y entonces las izquierdas acusaron al capitalismo salvaje de la burbuja.
El perínclito José Bono va a pedir prestado para financiar los gastos adicionales que ha producido poner soldados a vigilar las vías férreas y estaciones, aeropuertos o Centrales Nucleares...etc etc tras el 7-J. Pide prestado porque son gastos por encima de los presupuestados para el Ministerio de Defensa.
Esto me lleva a considerar que se ha producido una IMPREVISIÓN en el gobierno. Pues deberían haber destinado más fondos a la defensa nacional y no tantos a otras partidas menos urgentes. En el contexto internacional de guerra contra el terror –o debiéramos decir, de guerra del terror a la libertad- es un grave error no aumentar la partida de defensa, para adaptar esta a las necesidades presentes y futuras de nuestro país.
Debieron creer, él y ZP, que se le pagaba la factura al terrorismo sonriendo angelicalmente, haciendo loas al Islam y promoviendo la cuadratura del círculo de la Alianza de Civilizaciones en la ONU mientras se instaba a desertar de Irak en Túnez.
Y debieron creer que se le pagaba la factura a EEUU por la huida de Irak con poner algunos soldados más en Afganistán o buscar por los pasillos de las reuniones internacionales a Bush, a Rice o a Rumsfeld para hacerse una foto con ellos, cual fans entusiastas.
El último capítulo del apaciguamiento zapateril ha sido lo de los “mares de injusticia”, en un artículo escrito del puño y letra del mismísimo en el Financial Times.
Puestos a hablar de terribles injusticias supongo que las indemnizaciones impuestas a los alemanes en el Tratado de Versalles no estuvieron mal, como tales. Pero eso no explica del todo el fenómeno hitleriano. Tampoco la completa condonación de dichas indemnizaciones cambió la política hitleriana.
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