Decía Voltaire, no sin cierta ironía, que si no hubiese Dios habría que inventarlo. Aunque podríamos aplicar la misma ironía a su contrario, el diablo. Pues no hay circunstancia desfavorable en la que no sea posible encontrar algún culpable, algún malévolo causante o responsable.
Todos los que nos rodean podría ser fácilmente acusados de haber provocado algún mal, o de no haberlo impedido. Todos llevamos sobre nuestros hombros la cruz del pecado original, que no es otro que el de vernos obligado a actuar, y por ello a elegir.
Toda afirmación implica una negación, toda ruta recorrida otra ruta alternativa no hollada por nuestro pie. Todo lo que hacemos es también lo que dejamos de hacer.
Así que el espíritu acusador tendrá siempre un infinito campo en el que desenvolverse.
En las pugnas por el poder de la Antigüedad Clásica se destacó ignominiosamente la figura del sicofante. Eran los sicofantes acusadores públicos, que vivían cual si de buitres se tratase, logrando su sustento, o incluso su fortuna, de los cadáveres políticos de personajes relevantes, que ellos previamente habían ayudado a asesinar a través de un dudoso proceso legal.
En sus anales, Tácito hizo un retrato muy logrado tanto de estos personajes como de los tortuosos caminos por los que estos, sirviendo los intereses de algunas de las facciones del poder, llevaron a la ruina o a la ejecución a muchos ciudadanos inocentes, para después beneficiarse con el reparto de sus fortunas.
Los demagogos, que también fueron figuras destacadas entre los antiguos, especialmente entre los griegos, cuya democracia era más directa que la romana, se caracterizaban por dirigir su oratoria no tanto a persuadir, apelando a la razón de sus oyentes, cuanto a enervar los sentimientos del pueblo, que era mayoría, para sacar adelante los más disparatados proyectos.
De ellos nos habla Tucídides, en su Historia de la Guerra del Peloponeso, y de como llevaron a la ruina a Atenas, siendo especialmente destacado, aunque no el único, el caso de Cleón, campeón de Esfacteria.
Una mezcla casi perfecta de estos dos arquetipos clásicos, adaptada a las sociedades modernas de masas, surgidas de la revolución industrial, son los movimientos políticos de izquierda.
Se caracterizan estos, desde sus mismos orígenes, por la acusación infundada del sicofante y por la búsqueda de la aprobación de las mayorías, apelando a los sentimientos más bajos, típica del demagogo. Entre estos sentimientos se ha convertido en predominante el de la envidia. Esta existía igualmente en la antigüedad, pero entonces era contenida por la sincera admiración que despertaban los poderosos, cuyos méritos eran muchas veces adquiridos en los campos de batalla. Más fácil resulta envidiar a desconocidos cuyos méritos no son castrenses, en una sociedad que no se juega el todo por el todo en perpetua guerra con sus vecinos, sino que comercia.
Desde la denuncia Marxista de las atroces condiciones de la clase obrera en las ciudades del naciente capitalismo, pasando por la acusación de Imperialismo a las democracias liberales, o de sabotaje, reacción, contrarevolución, traición y espionaje a los ciudadanos reacios al régimen comunista de la URSS, hasta las denuncias hechas recientemente por los grupos ecologistas sobre el calentamiento global y por el movimiento antiglobalización contra el libre comercio internacional, siempre se ha señalado con dedo acusador a alguna figura abstracta, presunta culpable de los males de los que se trate.
En una sociedad de masas, donde las cuestiones políticas se convierten en difícilmente personalizables, no sucede ya como en las pequeñas repúblicas de la antigüedad, en las que el culpable tenía rostro, voz y nombre.
Los neosicofantes juegan con el inmenso poder arbitrario que les otorga culpabilizar impersonalmente. Cualquiera que reúna un corto número de requisitos puede ser objeto de la censura y el ataque sorpresivos. El abstracto empresario opresor, neoliberal o fascista puede ser, según esté el clima político, el vecino del quinto o uno mismo.
El infinito campo del espíritu acusador ya no tiene vallas.
Sin embargo, para que las acusaciones sin cuento y sin sustento sean tenidas por buenas, es preciso tomar las riendas del poder. Y para hacerlo hay que convencer a las masas tanto de los terribles males que la asolan como de quienes son los responsables de tamaños males. Y para ello se hace uso de la herramienta falaz de la demagogia.
Los neosicofantes viven de calumniar, de ahí que cuando no encuentran culpables o culpas los inventan, siguiendo la máxima de Voltaire aplicada al diablo. Y si dichas culpas no parecen suficientes, las magnifican cuanto sea preciso.
Las grandes denuncias traen consigo grandes reformas, reformas que son tanto más de raíz cuanto más grave es la acusación que las precedió y motivó. Esto lleva inexorablemente a una espiral de denuncias y reformas que solo puede acabar en la completa transformación de la naturaleza humana, o en la aniquilación del hombre por el hombre. Lograr un "hombre nuevo" socialista hubiera sido como hacer llegar la montaña a Mahoma, o como destruir la montaña a bombazos y llevar los restos a los pies del profeta.
Las izquierdas se ven impelidas por la fuerza imparable de sus denuncias a crear un nuevo orden, dado que el orden establecido es necesariamente malo, un árbol corrupto desde las raíces que se hunden en la madre naturaleza hasta las más altas realizaciones individuales y sociales de su copa.
El deseo que tienen de crear un nuevo orden no debe ser confundido, bajo ningún concepto, con un deseo de orden. Pues lo que se logra de estos afanes reformistas, de estas radicales políticas, es el triunfo de el caos y la arbitrariedad.
Las tendencias políticas de derechas han sido, en cambio, verdaderas partidarias de un orden rectamente entendido. Tanto en su versión liberal como en la conservadora, se considera primordial el respeto por las instituciones vigentes, del orden imperante, salvo que este sea una opresora dictadura o no haya igualdad ante la ley.
Las costumbres, los hábitos, las tradiciones, se tienen por sagrados y venerables, o cuando menos por merecedoras de un gran respeto, porque representan la solución dada por los hombres, por infinidad de hombres, a los problemas que se le han ido presentando a lo largo de siglos o incluso milenios de caminar por el mundo. Uno puede sentirse tentado por la prepotencia racional de considerar como inútiles o incluso perjudiciales determinados usos, pero en cuanto busca soluciones saludables y gratificantes que llenen en vacío dejado por la eliminación de estos, se encuentra con que no tiene ninguna. Y es que todo pueblo necesita su opio.
El orden así creado es lo que los liberales denominamos "orden espontáneo". Ninguna mente individual ni ningún contrato social consciente lo han creado.
Las personas ordenadas se sienten naturalmente más inclinadas a apostar por opciones políticas de derechas. El orden conduce inevitablemente a la economía, a la organización. Se organiza desde el tiempo, que se convierte en oro, a los medios materiales para la subsistencia y el ocio.
Quien ordena busca una especie de simetría que solo se le puede imponer a la naturaleza reduciendo al máximo los medios necesarios para los distintos fines, y, a un tiempo, aumentando también al máximo el número de fines satisfechos. Es lo que Benjamín Franklin denominó camino a la riqueza: frugalidad e industria.
Bien distinta es la simetría buscada por el legislador socialista, puesto que este último pretende la cuadratura del círculo de hacer a los hombres simétricos. Esto no puede resultar atractivo a las personas de orden, porque estas lo único que quieren es un entorno estable en el que desarrollar sus actividades ordenadas, y no un nuevo orden en el que se persigue una simetría antinatural y por ello imposible.
La izquierda parte de la libertad que supone emanciparse de los yugos, sean estos reales o ficticios, para acabar imponiendo la dictadura de un proletariado que no tiene nada de proletario, e igualando a los hombres en la miseria.
La derecha parte de la obligatoriedad limitadora de la ley, para acabar creando sociedades libres.
Esto es, llevado a las sociedades, lo que el sentido común nos dice cuando pensamos que todo logro requiere un esfuerzo.
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