martes, junio 07, 2005

La Falaz Equidistancia

Hay ocasiones en las que un feliz sentimiento filantrópico nos inclina a prestar una desmedida atención a los demás. Creemos, en esos momentos de éxtasis empático, que hemos de ponernos en el lugar del otro para poder entenderlo bien, y que, de no darse esta circunstancia, estaríamos abocados al prejuicio más grosero, a la interpretación más subjetivamente sesgada, en fin, al fracaso en la comprensión del prójimo.

Este modo de enfocar el trato con otras personas, de valorar sus pensamientos y sus consiguientes actos, no es cosa exclusivamente informal, propio de relaciones sociales carentes de otro objetivo que el disfrute de la conversación y la compañía. Existe una importante corriente de pensamiento que asume esta perspectiva como propia, y que trata de dar soluciones a problemas muy reales y cuya resolución es perentoria, a partir de la misma.

Dicha corriente de pensamiento es, digámoslo así, una hidra de mil cabezas, puesto que no puede asociarse de un modo biunívoco a una específica escuela de una particular rama de la ciencia, sino que penetra en todas las ramas existentes, en mayor o menor grado, que depende a su vez del mayor o menor rigor metodológico de la respectiva ciencia.

Que esta perspectiva penetre tan fácilmente en toda ciencia se debe a que es una predisposición natural de la mente humana, que condiciona la percepción misma del mundo. Del mismo modo que tenemos en nuestra mente un eje de coordenadas espacio-temporal a partir del cual interpretamos la realidad física, y que tan paradójicas e incomprensibles hace las teorías de la relatividad y cuánticas a los profanos en la materia (entre los que me incluyo) -e incluso a los que entienden de esta- tenemos también un conjunto de predisposiciones genéticamente determinadas que forman un marco interpretativo del mundo de tipo sentimental.

Si ahondamos en la cuestión, y acudimos a los datos suministrados por las ciencias del cerebro (neurociencias), podemos descubrir toda una anatomía y fisiología del sentimiento, y en particular de la empatía. Si complementamos, además, este estudio con el de la biología evolutiva podemos obtener frutos antes inimaginables. Esto es lo que han hecho los fundadores de la escuela de la psicología evolutiva. Las conclusiones teóricas que poco a poco va desgranando esta escuela de pensamiento permiten mirar nuestros pensamientos y sentimientos a la luz de las circunstancias que los hicieron nacer.

A través de su historia evolutiva, el ser aún no del todo humano ha ido teniendo necesidades que solo parcialmente lograba satisfacer. En esa escasez primordial de la naturaleza sobrevivía, lo justo para dejar descendencia, aquel antropoide que disponían de un organismo más adaptado al ambiente y/o mejor fortuna en las circunstancias precarias y cambiantes. El resultado, su descendencia, somos cada uno de nosotros.

Las adaptaciones que permitían prosperar en el trágico medio natural daban la medida de su éxito al pasar a través de sucesivas generaciones en el sentido de la flecha del tiempo.

Y el ser cuasi-humano, que ya era indudablemente un ser social, desarrolló, entre otras adaptaciones, aquellas que le resultaron más idóneas para sobrevivir y perpetuarse dentro de este nuevo círculo ambiental, el social, inscrito dentro del círculo mayor de la naturaleza.

Así surgió lo que los neurocientíficos llaman la "teoría de la mente". Esta consiste en la habilidad de la que disponemos para interpretar el pensamiento de los otros seres humanos. Nos formamos, a partir de nuestros propios pensamientos y sentimientos, tras observar el comportamiento ajeno, una imagen borrosa de lo que el otro podría estar pensando y sintiendo, una teoría de la mente. A partir de ella surge la empatía como cosa natural, puesto que ponerse en el lugar de quien no es uno mismo requiere tener una idea, aunque sea solo aproximada, de lo que este otro podría estar pensando o sintiendo.

Por tanto, cuando tratamos con otros seres humanos asumimos como punto de partida que estos tendrán un marco de referencia sentimental idéntico al nuestro.

Esto último no debe ser malinterpretado. Todos sabemos que no es lo mismo Teresa de Calcuta que Osama Ben Laden. No es preciso que nadie nos lo explique, es obvio. Pero sin necesidad de entrar a valorar aquellos aspectos en los que la sensibilidad de los dos mentados personajes difiere ineluctablemente, podemos decir que tienen en común cosas muy destacables. Por ejemplo ambos tienen una idea y un sentir común sobre la reciprocidad, la justicia, el dolor, el miedo....etc etc. Puede que uno crea que un determinado hecho es injusto y otro justo, y en cambio el otro crea en otras justicias e injusticias muy distintas. Pero ambos sienten que hay una justicia y una injusticia, y ambos desean que se realice una y desaparezca la otra. También ambos tendrán un sentimiento de pertenencia a un colectivo. Esto es algo muy humano. Este colectivo puede ser difuso o muy claro y cerrado, pero todos tenemos por igual una necesidad de identidad con algún grupo. Uno se creerá literato, y pretenderá hacerse valer entre gentes de letras. Otro forofo de un equipo de fútbol. Y casi todos nos sentimos miembros de una familia, de un clan, de una estirpe. Y aquel que por el motivo que sea se distancia de sus raices grupales siente la anomia de Durkheim, el vacío existencial de Cioran, pero pese a todo tiene un prúrito de afán grupal que se sobrepone a este desarraigo para hacer que por lo menos se sienta parte de la humanidad, o de los que la aborrecen o la temen.

Todos estos sentimientos tan típicamente humanos condicionan sin lugar a dudas nuestra percepción y posterior interpretación de nuestro universo social.

A partir de estos elementos de juicio humano, de esta dotación de serie sentimental, es fácil caer en los excesos de la empatía. Esta, como mecanismo que permite una cierta armonía en el grupo, al poner en sintonía a sus partes, es fundamental, pero tomada como herramienta interpretativa de carácter cientifico resulta más que dudosa su utilidad y por tanto su pertinencia.

Las ciencias sociales, especialmente la antropología y la sociología, han caido en esta trampa. La tradición antropológica nacida de la escuela de Boas, y diversas tradiciones en sociología, han dado una importancia prioritaria en sus estudios a revelar el modo de ver las cosas (de pensar y sentir las cosas) de los sujetos estudiados, como si este diera la medida de todas las cosas. Aquí es conveniente mencionar la frase de Protágoras: "el hombre es la medida de todas las cosas", comienzo filosófico para tan larga tradición subjetivista.

Los científicos sociales que adoptan esta convención vienen a decir:

"Con el fin de eludir una visión sesgada por los prejuicios y marcos interpretativos propios de nuestras sociedades, cuando valoramos otras sociedades hemos de entender lo que piensan y sienten quienes viven, trabajan, aman, hacen la guerra, etc etc...dentro de ella. Así se llega a que les dejamos hablar y actuar a ellos y tomamos notas asépticas, sin valoraciones, tipo: dice esto, hace esto".

Por supuesto que eso nos aleja conceptualmente de cualquier explicación causal, salvo que la que decida exponernos el observado. Si por ejemplo vemos a una tribu adorando una estaca de madera pintada de azul, no hemos de preguntarnos qué pudo llevarles a hacer eso, y precisamente con una estaca de madera, y precisamente pintada de color azul, sino que aceptamos que "el gran Vusú vierte riquezas y lluvias sobre los que le adoran", y que "el gran Vusú nació de una concha vacía en la playa".....

Pero en lo que a sentimientos se refiere, aceptamos que nos digan que ellos no aman, que no temen o cualquier otra chorrada del estilo.

En el manual de Sociología de Anthony Giddens (ganador del premio Príncipe de Asturias del 2002 en Ciencias Sociales), este comienza por declarar que su enfoque es relativista cultural. Esto supone declarar que su análisis no da más peso a una que a otra cultura, sino que las mira a todas y a cada una desde una distancia equivalente, sin valorar, sin juzgar.

Esta es la falaz equidistancia, que tantos aplican a sus juicios y valoraciones sociales, económicos, políticos....al final todo se reduce a un entusiasmo de una mañana de domingo en la que uno se levanta al ver entrar la radiante luz del sol por su ventana y se dice: "la gente es maravillosa, vamos a escuchar a todos y a ponernos en su lugar".

Pero se lleva el grave error desde los individuos hasta los grupos sociales. Esto simplifica aún más si cabe el planteamiento ya de por si pobre. Tal categoría humana o social (los inválidos, los extravertidos, los maniáticos de la limpieza, los amantes del heavy metal...) se considera como tal categoría y se el interroga sobre sus propios gustos o sentimientos o modos de ver las cosas y razonar sobre ellas a uno u otro de sus miembros indistintamente, como si fueran lo mismo.

De lo que no cabe ninguna duda es de que sea un error individual o colectivo poco importa en lo que se refiere a su naturaleza de error. Y si un grupo social o cultural yerra en la manera que tiene de razonar sobre las circunstancias cambiantes de la realidad y consecuentemente en la manera de afrontarlas, la equivalencia cultural se desmoronará irremisiblemente.

La falaz equidistancia consiste en equiparar lo inequiparable, en poner en plano de igualdad cosas esencialmente distintas, en pretender hacernos creer que los rezagados van en cabeza junto con los que realmente están ahí.

Pero este es solo el primer paso en un perverso proyecto de -por utilizar una fórmula Nietzschiana- "transvaloración de todos los valores".

Se empieza tratando de igualar a los que no llegan con los que van sobrados, para poder después sostener, alegremente, la tesis contraria a los principios que se decían defender y a un tiempo a la realidad misma: "los avanzados van por detrás, y la distancia aumenta por momentos". Un ejemplo de esto último lo pude ver ayer noche en el programa de Telecinco "Pecado Original". En uno de sus dudosos comentarios jocosos sobre política dijeron que a EEUU le faltaba mucho para ser una democracia.

No hay comentarios: