Es raro encontrar un adulto que crea en Papá Noel. De hecho, casi cualquier adulto al que se le pregunte por su fe en dicho personaje responde sarcástica o despectivamente: “Eso son cosas de niños”. A todo niño le llega el momento del desengaño, el día en el que alguien le comunica que Papá Noel no existe, o en el que por si mismo descubre los regalos escondidos por los padres en el altillo o en uno de los cajones del armario ropero. Entonces comprende que sus padres fueron los verdaderos suministradores de regalos e ilusiones.
Una vez llegado este momento, una vez superada esa frontera abrupta pero invisible que separa la necia ilusión de la intelección lógica de los hechos, el niño se hace, de alguna manera, más adulto, y más libre y responsable. Sabe, ya, que los regalos no surgen por generación espontánea de una fábrica mágica en un país nórdico, y que no son distribuidos a velocidades inimaginables por todos los lugares del mundo. Termina por saber que no todos los niños reciben iguales regalos, a poco que piense sobre el tema, pues los hijos de pobres no reciben lo mismo que los de los ricos.
Acaba pues, para el niño, el autoengaño inducido por sus mayores que tantas ilusiones le reportó. Pero subyace en él la sensación de que hay algo tremendamente injusto en que unos niños gocen de tanto y otros de tan poco, y en su pueril imaginación surge la idea de un estado de cosas ideal en el que todos pudiesen disfrutar de las mismas dádivas, y en el que la opulencia fuera natural. En ese estado de cosas debería existir alguna clase de Papá Noel, algún poder omnisciente y omnipotente que pudiese proveer a todos, dotar de abundancia material al mundo, y de ilusiones realizadas. Ese todopoderoso proveedor tendría la maravillosa facultad de hacer surgir de la nada todo lo necesario para el sustento e incluso el ocio de la humanidad. Ese proveedor benigno nos diría: “Pedid y se os dará”, con paternal simpatía. Pero, no existiendo, debiera al menos existir un sucedáneo, una alternativa menor, un sustitutivo aceptable. “Si no hay Dios, habrá que inventarlo”, o, traducido a lo real, a lo posibilista: “Si no hay Dios, busquemos algún ídolo dorado al que adorar, algún becerro de oro reluciente”.
Pues aunque la utopía no es más que una isla perdida en ninguna parte, una versión utilitaria y solidaria de la acción estatal podría ayudar a lograr una sociedad más justa y mejor, que si no fuera perfecta, si al menos tendiese, asintóticamente, al ideal.
E igual que el padre pudo por mucho tiempo mantener viva la sensación de ilimitadas posibilidades desde una economía doméstica ajustada, quizá el Estado podría mantener, dentro de sus posibilidades económicas, un nivel de igualdad y prosperidad razonablemente buenos. Con el tiempo quizá se revele como una simple figura de metal, brillante y valiosa en sí, pero incapaz de irradiar su riqueza, incapaz de verter su oro a raudales en las ávidas manos de sus creyentes.
Todo este planteamiento desmedidamente solidario nace de una perspectiva psicológica errónea que consiste en presumir que todos somos iguales, por lo que nuestras circunstancias no debieran ser diferentes, ni lo que recibimos. Un niño que piensa en otro niño, que es lejano, lo hace en realidad pensando en si mismo, o todo lo más en otro que conoce y que pertenece a su “círculo social”, muy cercano. Por otro lado es quizá la niñez la época en la que más iguales somos todos, pese a serlo incluso entonces bastante poco. Y es la época en que los mitos parecen más reales, entre ellos el de la igualdad, que además se observa y vive en la escuela a través de la uniformidad del aprendizaje o en la casa paterna a través de la uniformidad en la sumisión a un poder superior. Nada iguala más que la servidumbre. Y no hay mayor servidumbre que la casi total dependencia para todas las cosas de un poder superior, sea este un padre o una institución paternalista.
Consumado pues el cambio de ilusión, nuestro niño cree haber encontrado la verdadera madurez. Y hay algo en su crítica a las ideas endebles ya superadas que le convierte en algo más maduro. Empero, no se percata de que su maduración no se ha completado, y se afirma en su crítica creyendo con ello profundizar su crecimiento intelectual y moral. Tras la superación de la crisis que supuso descubrir que estaba equivocado, tuvo ante sí dos caminos, el de ahondar en la crítica de su antiguo error, incurriendo quizá con ello en errores de nuevo cuño, y el de profundizar la crítica como ejercicio intelectual y moral, empezando su crítica por la propia crítica. Tomado el primer camino, difícil es ya ir por el segundo, pues se bifurcan a partir de la encrucijada para no juntarse ya más. Para que el que opte por el camino crítico acrítico, de manifiesta parcialidad, llegar al otro sendero supone retractarse de todo lo pensado, dar marcha atrás, asumir que ha estado errando según iba caminando, que cada paso dado era un paso mal dado.
Pero es del todo evidente, al menos para el que tomó el segundo camino, de múltiples y fructíferas ramificaciones, que el primer camino solo conduce al sectarismo y a una percepción acrítica de nuevos autoengaños inducidos.
¿Será posible que después de superar la fe en un absurdo, caiga uno en la fe en otro, siendo este último de dimensiones (y repercusiones por tanto) mucho mayores?....
¿Es posible una sustitución más burda, una impostura más flagrante, una necedad más absoluta, que la de convertir a Papá Noel, por grotesca transfiguración, por metamorfosis kafkiana, en el Estado benefactor?...
Desde luego a quien se le pregunte por la fe en Papá Noel le parecerá razonable y legítimo responder, despectivamente: “Eso son cosas de niños”.
Sorprende ver que no se da la misma respuesta, ni del mismo modo, en numerosísimos casos, ante la misma pregunta formulada con un nuevo sujeto....¿cómo anda vuestra fe en el Estado benefactor?....
Muchos desearían que no hubiera un tránsito de la niñez a la madurez más allá de lo puramente biológico, que se pasara de una dependencia de los padres a otra de alguna otra figura paterna, igualmente protectora. Dicho deseo es comprensible, pues pasar de una niñez opulenta a una edad adulta donde uno debe obtener el pan con el sudor de la frente le crea complejo de Peter Pan a cualquiera. Sin embargo se jactan de haber alcanzado la madurez, de ser adultos, incapaces como son de asumir sus propias responsabilidades. Temen, como el niño en un cuarto oscuro, a mil fantasmas cuya única realidad está en su imaginación, solo que en lugar de pensar en muertos venidos del más allá lo hacen en “capitalistas salvajes”, “reaccionarios moralistas”, “derechistas prepotentes” y demás caricaturas grotescas.
Y prolongan su error infantil respecto a Papá Noel, al creer ciegamente en el Estado.
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