Cuando buscamos similitudes y diferencias entre las personas tenemos un amplio campo en el que indagar. Según a qué se atienda, y desde que perspectiva se mire, pueden sacarse muy variadas conclusiones acerca del grado en que los seres humanos se parecen entre sí, o son distintos.
Dada la dificultad que entraña establecer siquiera un patrón fiable con el cual comparar las distintas manifestaciones del fenómeno humano, muchos han tirado la toalla en su esfuerzo por dar una explicación rigurosa al mismo, y se han entregado alegremente a la primera aproximación, al primer conato de explicación que por la cabeza les ha pasado.
Se les podría disculpar plenamente su falta de celo si se debiera a una premura por comprender, exigida por la supervivencia, en una situación límite. También se les podría disculpar parcialmente si esta se debiera a una necesidad no inmediata pero si inminente.
Sin embargo no tienen tan fácil disculpa, por su indolencia, por su pereza mental, los ociosos que ejercen de intelectuales, que despilfarran sus recursos cerebrales en perfilar teorías peregrinas asentadas sobre vulgares prejuicios.
Se ha creído siempre que solamente en la medida en la que uno se consigue librar de las cadenas que le atan a la necesidad puede pensar con claridad, ver las cosas con cierta distancia que permite una mejor perspectiva. El mito de la caverna de Platón expresa elocuentemente esta "idea". Esto, por supuesto, tiene mucho de cierto, pero es una verdad a medias. También le sucede a quien mira desde fuera que pierde la perspectiva, en lugar de ganarla, al alejarse cada vez más y más irremisiblemente del objeto observado. Así, por ejemplo, los intelectuales que juzgan con severidad a aquellos que lidian a diario con necesidades (por ejemplo empresarios, pero no únicamente) lo hacen desde el desconocimiento más vergonzoso de los rudimentos de lo que sumariamente analizan. Ironizando sobre el gran irónico, Aristófanes dedicó una obra a Sócrates titulada "las nubes". Desde entonces se dice, en el lenguaje popular, que tal o cual individuo está "en las nubes". Y no son precisamente los intelectuales los que menos flotan a esas alturas. De hecho muchas veces algunos creen que por estar en las nubes, a gran altura, es su pensamiento el que está -¡a gran altura!.
El desapego de lo real es un peligro nada desdeñable en la labor intelectual. Precisamente lo último que debería ocurrir en el desarrollo de la misma. Pero se da inevitablemente cuanto menos depende el sustento de uno de lo acertado de sus afirmaciones. Nuestro cerebro, que nos permite procesar la información articulando nuestra acción de acuerdo con fines y medios, causas y consecuencias, yerra en su función primaria cuando entra en bucles de imágenes y abstracciones que no reflejan adecuadamente las relaciones causales del universo, y que llevan a anteponer medios inadecuados a fines realizables, incluso razonables, o medios acertados para fines indeseables.
Estos procesos mentales circulares se tornan obsesiones ideológicas, y llevan a quien los tiene a crear un universo subjetivo cerrado, impermeable en alto grado a las informaciones llegadas del universo real. Tendríamos pues dos universos paralelos, el real y el mental del que interpreta este torcidamente. Estos universos paralelos no entran en colisión tan cotidiana y poderosamente para quien tiene todo lo inmediato resuelto (lo que los volvería, en el límite, uno). Así, en la medida en que las sociedades son más prósperas y mayor cantidad de individuos pueden permitirse el ocio, mayor número de esta clase de pensamientos viciados tendrán cabida en las mentes de los hombres. Y cuanto más liberado esté un individuo concreto de las cadenas de la necesidad, más susceptible será de incurrir en los errores de esta clase de operativa mental "autónoma", ajena a los hechos.
Una sociedad con una extensa y profunda división del trabajo anula la capacidad de juicio de gran parte de los individuos sobre el conjunto, que ven árboles y no se percatan del bosque, ni del ecosistema. Estos razonan con el cerebro que la evolución les dio, hace ya muchos milenios, en un entorno de sabana africana y grupos humanoides cerrados, para ese entorno de sabana africana y de grupos sociales reducidos. Pero en nuestras modernas sociedades abiertas y libres, llenas de individuos sumamente diversos, la visión de conjunto, que es tan necesaria, falta en las gentes integrantes de ese conjunto, precisamente por estar adaptadas sus mentes a grupos reducidos y relativamente homogéneos culturalmente.
A partir de estos presupuestos (mayor ocio y desvinculación de la inmediatez de la necesidad, mente adaptada a ciertos entornos...) surgen los extravíos intelectuales que dan origen a tempestuosas corrientes ideológicas provocadoras de terremotos sociales.
Una de las características más destacables de nuestro pensamiento primitivo es nuestra tendencia a ser hostil y rechazar al extraño y a confraternizar y abrazar al conocido. Extrañamos, además, al distinto, y buscamos conocer al parecido. Dadas las dificultades que entraña, en las complejas sociedades modernas, con múltiples encuentros impersonales, el distinguir a los que se parezcan más a nosotros de los que difieran más, se hace imprescindible algún expediente mental que nos permita clasificar con agilidad y un grado de aproximación suficiente.
Porque conocer es una labor que exige un concienzudo análisis -que raramente tenemos ocasión o ganas de realizar- pero guiarse por apariencias externas presuntamente indicadoras del tipo humano que se trata, es algo fácil y rápido. Así, nuestra visión de los demás se vuelve superficial, por un lado, y por el otro nosotros mismos nos volvemos tanto más superficiales cuanto más procuramos adaptar nuestra imagen externa a la idea de nosotros que deseamos transmitir.
La cuestión de la "identidad" no es pues algo que puede ser dejado de lado, sin más, como una irracionalidad de la plebe. Y si se hace uno se expone a las consecuencias que dicho abandono podría tener para la comprensión del fenómeno y la posible solución de los problemas que causa.
Porque causa problemas, y muy graves, cuando se transforma en política. La metamorfosis que transforma los juicios de valor superficiales de individuos ignorantes en Leviatán gubernamental de arbitrarias veleidades, no es un milagro que sucede, como el nacimiento del Fénix, una vez cada mil años. Se trata, más bien, de una recurrencia histórica que acontece en breves intervalos de tiempo, trastornándolo todo.
No se puede decir que no se haya avanzado en la correcta comprensión de los fenómenos sociales, y que esto último no haya tenido resultados tangibles y positivos. Las modernas democracias liberales, tras pasar por la odisea totalitaria del siglo XX, parecen hoy más firmes que nunca, sustentadas por una cada vez más preponderante corriente de opinión liberal. Sin embargo siguen anidando en la opinión popular, y siguen siendo fomentados desde los medios, los prejuicios que hacen viable la toma de poder por parte de demagogos sin escrúpulos.
Los perversos maquiavelos cuyos utópicos fines justifican como medios desde la propaganda más falaz hasta el asesinato o la extorsión o el robo, o el tráfico de influencias o la dependencia de la justicia o....etc etc, explotan sin descanso el filón inagotable del sentimiento de identidad de las gentes comunes. Ellos carecen de los principios y valores que hacen posible la sociedad libre, más no siempre por ignorarlos. Pueden también conocer estos valores y principios, y, pese a todo, escamotearlos deliberadamente para perseguir los fines que a ellos les parecen mejores para si mismos y su clan de interesados, aunque sepan que con ello perjudican a la mayor parte de sus conciudadanos.
Explotando la identidad pudo Marx aglutinar a variadas gentes, cuyo único punto común era trabajar por cuenta ajena, bajo el estandarte único del socialismo. Hitler apeló a una difusa raza aria -de la que él visiblemente no formaba parte- para construir su Tercer Reich. Muchos nacionalismos modernos rebuscan en las tradiciones de un determinado territorio, aún las más marginales, y las compendian en un alegato político poco menos que incomprensible.
La identidad puede establecerse, conceptualmente, a varios niveles:
El más amplio es el nivel en que dicha identidad abarca a todo el género humano. Cuando alguien experimenta esta clase de identificación está expuesto a caer en el error del "amor universal", o la "omnicomprensión" (que consiste en convencerse de que uno lo comprende todo, u obligarse a intentarlo, al menos), u otras extravagancias debilitadoras del juicio y de la acción. Esto sucede en algunas manifestaciones religiosas poco estructuradas y en el pacifismo a ultranza, por ejemplo.
A un nivel menos amplio, puede dividirse la sociedad humana en unos pocos grandes grupos, y considerar que uno forma parte de uno de ellos. Las ideas Marxistas iban por ahí. Hay patricios y plebeyos, amos y siervos, explotadores y explotados, empresarios y trabajadores, maestros y alumnos....etc. Estas ideas son transnacionales, y, como tales, pueden llegar a cualquier lugar del mundo, a cualquier sociedad, pues es la sociedad humana misma (tome la forma superficial que tome) la que, en esencia, está dividida en dos o tres grupos, generalmente antagónicos.
En otro nivel más cerrado podemos dividir la sociedad humana en razas, como hizo Hitler. O en quienes profesan una religión y quienes no lo hacen, como por ejemplo hace el Islam. También en naciones y pueblos, que no necesariamente tienen su base en la raza o religión. Estos pueblos son etnias, esto es, culturalmente diferenciados y amantes de esta diferencia. De esto tenemos ejemplo en multitud de nacionalismos excluyentes, de los que en España no faltan casos reseñables.
También, en el nivel más pobre, tenemos identidades en equipos de fútbol, asociaciones de diversa índole, profesiones, artes.....algunas transnacionales y otras de carácter más local.
Y sin duda siempre habrá personas dispuestas a continuar, en todos estos niveles, explotando la identidad.
Dada la dificultad que entraña establecer siquiera un patrón fiable con el cual comparar las distintas manifestaciones del fenómeno humano, muchos han tirado la toalla en su esfuerzo por dar una explicación rigurosa al mismo, y se han entregado alegremente a la primera aproximación, al primer conato de explicación que por la cabeza les ha pasado.
Se les podría disculpar plenamente su falta de celo si se debiera a una premura por comprender, exigida por la supervivencia, en una situación límite. También se les podría disculpar parcialmente si esta se debiera a una necesidad no inmediata pero si inminente.
Sin embargo no tienen tan fácil disculpa, por su indolencia, por su pereza mental, los ociosos que ejercen de intelectuales, que despilfarran sus recursos cerebrales en perfilar teorías peregrinas asentadas sobre vulgares prejuicios.
Se ha creído siempre que solamente en la medida en la que uno se consigue librar de las cadenas que le atan a la necesidad puede pensar con claridad, ver las cosas con cierta distancia que permite una mejor perspectiva. El mito de la caverna de Platón expresa elocuentemente esta "idea". Esto, por supuesto, tiene mucho de cierto, pero es una verdad a medias. También le sucede a quien mira desde fuera que pierde la perspectiva, en lugar de ganarla, al alejarse cada vez más y más irremisiblemente del objeto observado. Así, por ejemplo, los intelectuales que juzgan con severidad a aquellos que lidian a diario con necesidades (por ejemplo empresarios, pero no únicamente) lo hacen desde el desconocimiento más vergonzoso de los rudimentos de lo que sumariamente analizan. Ironizando sobre el gran irónico, Aristófanes dedicó una obra a Sócrates titulada "las nubes". Desde entonces se dice, en el lenguaje popular, que tal o cual individuo está "en las nubes". Y no son precisamente los intelectuales los que menos flotan a esas alturas. De hecho muchas veces algunos creen que por estar en las nubes, a gran altura, es su pensamiento el que está -¡a gran altura!.
El desapego de lo real es un peligro nada desdeñable en la labor intelectual. Precisamente lo último que debería ocurrir en el desarrollo de la misma. Pero se da inevitablemente cuanto menos depende el sustento de uno de lo acertado de sus afirmaciones. Nuestro cerebro, que nos permite procesar la información articulando nuestra acción de acuerdo con fines y medios, causas y consecuencias, yerra en su función primaria cuando entra en bucles de imágenes y abstracciones que no reflejan adecuadamente las relaciones causales del universo, y que llevan a anteponer medios inadecuados a fines realizables, incluso razonables, o medios acertados para fines indeseables.
Estos procesos mentales circulares se tornan obsesiones ideológicas, y llevan a quien los tiene a crear un universo subjetivo cerrado, impermeable en alto grado a las informaciones llegadas del universo real. Tendríamos pues dos universos paralelos, el real y el mental del que interpreta este torcidamente. Estos universos paralelos no entran en colisión tan cotidiana y poderosamente para quien tiene todo lo inmediato resuelto (lo que los volvería, en el límite, uno). Así, en la medida en que las sociedades son más prósperas y mayor cantidad de individuos pueden permitirse el ocio, mayor número de esta clase de pensamientos viciados tendrán cabida en las mentes de los hombres. Y cuanto más liberado esté un individuo concreto de las cadenas de la necesidad, más susceptible será de incurrir en los errores de esta clase de operativa mental "autónoma", ajena a los hechos.
Una sociedad con una extensa y profunda división del trabajo anula la capacidad de juicio de gran parte de los individuos sobre el conjunto, que ven árboles y no se percatan del bosque, ni del ecosistema. Estos razonan con el cerebro que la evolución les dio, hace ya muchos milenios, en un entorno de sabana africana y grupos humanoides cerrados, para ese entorno de sabana africana y de grupos sociales reducidos. Pero en nuestras modernas sociedades abiertas y libres, llenas de individuos sumamente diversos, la visión de conjunto, que es tan necesaria, falta en las gentes integrantes de ese conjunto, precisamente por estar adaptadas sus mentes a grupos reducidos y relativamente homogéneos culturalmente.
A partir de estos presupuestos (mayor ocio y desvinculación de la inmediatez de la necesidad, mente adaptada a ciertos entornos...) surgen los extravíos intelectuales que dan origen a tempestuosas corrientes ideológicas provocadoras de terremotos sociales.
Una de las características más destacables de nuestro pensamiento primitivo es nuestra tendencia a ser hostil y rechazar al extraño y a confraternizar y abrazar al conocido. Extrañamos, además, al distinto, y buscamos conocer al parecido. Dadas las dificultades que entraña, en las complejas sociedades modernas, con múltiples encuentros impersonales, el distinguir a los que se parezcan más a nosotros de los que difieran más, se hace imprescindible algún expediente mental que nos permita clasificar con agilidad y un grado de aproximación suficiente.
Porque conocer es una labor que exige un concienzudo análisis -que raramente tenemos ocasión o ganas de realizar- pero guiarse por apariencias externas presuntamente indicadoras del tipo humano que se trata, es algo fácil y rápido. Así, nuestra visión de los demás se vuelve superficial, por un lado, y por el otro nosotros mismos nos volvemos tanto más superficiales cuanto más procuramos adaptar nuestra imagen externa a la idea de nosotros que deseamos transmitir.
La cuestión de la "identidad" no es pues algo que puede ser dejado de lado, sin más, como una irracionalidad de la plebe. Y si se hace uno se expone a las consecuencias que dicho abandono podría tener para la comprensión del fenómeno y la posible solución de los problemas que causa.
Porque causa problemas, y muy graves, cuando se transforma en política. La metamorfosis que transforma los juicios de valor superficiales de individuos ignorantes en Leviatán gubernamental de arbitrarias veleidades, no es un milagro que sucede, como el nacimiento del Fénix, una vez cada mil años. Se trata, más bien, de una recurrencia histórica que acontece en breves intervalos de tiempo, trastornándolo todo.
No se puede decir que no se haya avanzado en la correcta comprensión de los fenómenos sociales, y que esto último no haya tenido resultados tangibles y positivos. Las modernas democracias liberales, tras pasar por la odisea totalitaria del siglo XX, parecen hoy más firmes que nunca, sustentadas por una cada vez más preponderante corriente de opinión liberal. Sin embargo siguen anidando en la opinión popular, y siguen siendo fomentados desde los medios, los prejuicios que hacen viable la toma de poder por parte de demagogos sin escrúpulos.
Los perversos maquiavelos cuyos utópicos fines justifican como medios desde la propaganda más falaz hasta el asesinato o la extorsión o el robo, o el tráfico de influencias o la dependencia de la justicia o....etc etc, explotan sin descanso el filón inagotable del sentimiento de identidad de las gentes comunes. Ellos carecen de los principios y valores que hacen posible la sociedad libre, más no siempre por ignorarlos. Pueden también conocer estos valores y principios, y, pese a todo, escamotearlos deliberadamente para perseguir los fines que a ellos les parecen mejores para si mismos y su clan de interesados, aunque sepan que con ello perjudican a la mayor parte de sus conciudadanos.
Explotando la identidad pudo Marx aglutinar a variadas gentes, cuyo único punto común era trabajar por cuenta ajena, bajo el estandarte único del socialismo. Hitler apeló a una difusa raza aria -de la que él visiblemente no formaba parte- para construir su Tercer Reich. Muchos nacionalismos modernos rebuscan en las tradiciones de un determinado territorio, aún las más marginales, y las compendian en un alegato político poco menos que incomprensible.
La identidad puede establecerse, conceptualmente, a varios niveles:
El más amplio es el nivel en que dicha identidad abarca a todo el género humano. Cuando alguien experimenta esta clase de identificación está expuesto a caer en el error del "amor universal", o la "omnicomprensión" (que consiste en convencerse de que uno lo comprende todo, u obligarse a intentarlo, al menos), u otras extravagancias debilitadoras del juicio y de la acción. Esto sucede en algunas manifestaciones religiosas poco estructuradas y en el pacifismo a ultranza, por ejemplo.
A un nivel menos amplio, puede dividirse la sociedad humana en unos pocos grandes grupos, y considerar que uno forma parte de uno de ellos. Las ideas Marxistas iban por ahí. Hay patricios y plebeyos, amos y siervos, explotadores y explotados, empresarios y trabajadores, maestros y alumnos....etc. Estas ideas son transnacionales, y, como tales, pueden llegar a cualquier lugar del mundo, a cualquier sociedad, pues es la sociedad humana misma (tome la forma superficial que tome) la que, en esencia, está dividida en dos o tres grupos, generalmente antagónicos.
En otro nivel más cerrado podemos dividir la sociedad humana en razas, como hizo Hitler. O en quienes profesan una religión y quienes no lo hacen, como por ejemplo hace el Islam. También en naciones y pueblos, que no necesariamente tienen su base en la raza o religión. Estos pueblos son etnias, esto es, culturalmente diferenciados y amantes de esta diferencia. De esto tenemos ejemplo en multitud de nacionalismos excluyentes, de los que en España no faltan casos reseñables.
También, en el nivel más pobre, tenemos identidades en equipos de fútbol, asociaciones de diversa índole, profesiones, artes.....algunas transnacionales y otras de carácter más local.
Y sin duda siempre habrá personas dispuestas a continuar, en todos estos niveles, explotando la identidad.
1 comentario:
Magnífico ensayo sobre como analizar el nacionalismo.
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